Ah, las noches de discoteca. Música a todo volumen, luces suaves que se reflejan en cuerpos en movimiento y esa constante expectativa de diversión y conexión que te hace sentir que todo es posible. Estaba emocionado por vivir mi primera discoteca gay en mucho tiempo (¿digamos 15 años?), un lugar donde, en teoría, se celebra la libertad, la inclusión y, por qué no, algunos encuentros interesantes.
Pero, como enseña la vida… a veces las cosas no salen como se planean.
Entro por primera vez en Flexo, en Padua (durante la popular noche Beardoc, que disfruté mucho este verano en Pride Village), el bajo de la música electrónica ya vibra bajo mis pies. El espacio es pequeño, poco luminoso y ya está abarrotado. Lo primero que me llama la atención es reconocer algunas caras conocidas, pero no porque fuéramos amigos. Eran caras que había conocido en varias aplicaciones de citas y la verdad es que me alegré de verlas en persona.
Pensé, ingenuamente, que así sería más fácil romper el hielo, una especie de «oye, ya nos conocemos, ¿o no?». Sin embargo, como me advirtió mi amigo y compañero, me doy cuenta de que ninguno de ellos se acerca a saludarme. Sólo hay un baile de miradas rápidas, de esas miradas que duran un segundo más de lo necesario, pero nada más.
Y ahí, en un instante, me encuentro pensando: «¿Realmente necesitamos una aplicación para conectarnos? ¿O hemos olvidado cómo hacerlo cara a cara?».
Mientras me abro paso entre la multitud, noto algo extraño: aunque el club está lleno, hay un aura de clausura que impregna el ambiente. Chicos sentados solos en la barra, círculos de amigos hablando sólo entre ellos, cada uno inmerso en su propio mundo. Todo parecía tan diferente de las historias que esperaba: nada de bailes desenfrenados, nada de conversaciones espontáneas. Parecía más una escena para observar que para vivir.
Así que decido dar el primer paso. Avanzo hacia alguien a quien había visto en más de una foto en esas aplicaciones. Sonrío y me presento. Me mira un momento, parece casi sorprendido, pero luego responde amablemente. Una conversación breve, pero que no va muy lejos. Inmediatamente me pregunto: «¿Soy yo el problema? ¿O quizá las expectativas son demasiado altas?».
¿Una de las grandes lecciones de la noche?
La diferencia entre quiénes somos detrás de una pantalla y quiénes somos en directo.Es fácil deslizar el dedo, desplazarse entre perfiles, intercambiar bromas digitales y sentirse conectado. Pero en el mundo real somos vulnerables, estamos expuestos, sin la protección de la distancia virtual. Y cuando te pones delante de esas mismas personas en la vida real, a menudo, la magia virtual se evapora.
Mirando a mi alrededor, veo una multitud de jóvenes, cada uno perdido en su propio mundo, cada uno a un brazo de distancia del otro, pero emocionalmente no presentes.¿Quizá el problema es que hablar y saludar puede tomarse como un interés que quizá no exista?¿O quizá es que estamos tan acostumbrados a estar solos que nos cuesta no estarlo?
Al final de la velada, sonrío.A pesar de que no fue la noche memorable que esperaba, me pregunto si tal vez lo único que tenemos que hacer es estar presentes, saludar, sonreír y aceptar que, a veces, las noches de discoteca no son más que lo que son: un conjunto de soledades, mezcladas bajo un techo de música y luces estroboscópicas.