Ah, las noches de discoteca. Música a todo volumen, luces suaves que se reflejan en cuerpos en movimiento y esa constante expectativa de diversión y conexión que te hace sentir que todo es posible. Estaba emocionado por vivir mi primera discoteca gay en mucho tiempo (¿digamos 15 años?), un lugar donde, en teoría, se celebra la libertad, la inclusión y, por qué no, algunos encuentros interesantes. Pero, como enseña la vida… a veces las cosas no salen como se planean. Entro por primera vez en Flexo, en Padua (durante la popular noche Beardoc, que disfruté mucho este verano en Pride Village), el bajo de la música electrónica ya vibra bajo mis pies. El espacio es pequeño, poco luminoso y ya está abarrotado. Lo primero que me llama la atención es reconocer algunas caras conocidas, pero no porque fuéramos amigos. Eran caras que había conocido en varias aplicaciones de citas y la verdad es que me alegré de verlas en persona. Pensé, ingenuamente, que así sería más fácil romper el hielo, una especie de «oye, ya nos conocemos, ¿o no?». Sin embargo, como me advirtió mi amigo y compañero, me doy cuenta de que ninguno de ellos se acerca a saludarme. Sólo hay un baile de miradas rápidas, de esas miradas que duran un segundo más de lo necesario, pero nada más. …